En una de esas tardes me explicaba mi tía Esther la antigua costumbre del "borro del adra".
Todo venía a colación de cómo se las arreglaban antiguamente sin neveras, congeladores o carniceros ambulantes para comer carne más o menos a diario. La solución era sencilla pero requería de la connivencia de varias familias. Se ponían de acuerdo para, por turnos, sacrificar un cordero cebado (un borro). La carne así obtenida se repartía entre las familias en suertes o "adras" que se habían comprometido previamente y cuando la terminaban otra familia hacía de "matachín" para compartir el borro, y así sucesivamente casa tras casa hasta cerrar el círculo. El sistema no estaba exento de la picaresca de alguno que, creyéndose más listo que los demás, intentaba quedarse con la mejor parte, de ahí que para evitar males mayores, se apuntaba cuidadosamente las piezas que le tocaban a cada familia.
El proceso era conocido por todos y la participación en él era voluntaria. Además de garantizar una dieta mínimamente equilibrada en una época de escasez, afianzaba unos lazos ya de por sí muy estrechos establecidos por el parentesco.
Esta tradición se mantuvo inalterada durante siglos y desapareció al mismo ritmo que los rebaños de ovejas.Una cosa llevó a la otra; aparecieron los primeros carniceros ambulantes y las neveras sustituyeron a las fresqueras. Nuestros padres se fueron buscando una vida "mejor" y criar un carnero para compartirlo con el vecino dejó de tener utilidad. En apenas cincuenta años hemos pasado a encargar un lechazo a un señor de Cascajares que nos lo manda ya cocinado y todo.Lo que nos queda por ver...
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